«LOS CALLEJONES DE LIMA», DE MARIO VARGAS LLOSA
En un país fracturado por Sendero Luminoso, el vals peruano puede salvar al país, o al menos inspirar la idea y la manera de ese rescate. Es esta intuición -y la utopía, tema tan caro a Vargas Llosa- lo que impulsa a Toño Azpilcueta, cuya historia se entrelaza con la de la música criolla al ritmo de esta idea: es en los bajos fondos de Lima, entre las ratas y las grietas de la violencia, donde nace el «aporte más sublime del Perú al mundo».
Publicamos un adelanto exclusivo de la nueva -y última- novela del Nobel peruano, Le dedico mi silencio.
- AUTOR
- MARIO VARGAS LLOSA
- PORTADA
- «CALLEJÓN» DE LIMA. © CAMILO BLAS
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Son construcciones bastante antiguas, de hace uno o dos siglos las más viejas. Los arquitectos o maestros de obras trataban de edificar viviendas para pobres o gentes con muy poco dinero, con cuartitos levantados a destajo, sin el menor cuidado, poniéndoles un techo corrido de calamina en torno a un patio en el que siempre había un caño del que salía el agua (a veces sucia), y frente al cual hacían cola los vecinos para lavarse la cara o el cuerpo (si eran limpios) y llenar baldes o botellas de agua fresca con la que lavar la ropa y cocinar.
Ni qué decir que los famosos «callejones» de Lima solían ser, entre otras cosas, verdaderos hervideros de ratas, un serio problema para quienes sufren y padecen con esos repugnantes animalitos. Hay una descripción muy famosa de los callejones de Lima de ese gran criollo que fue Abelardo Gamarra, el Tunante, del año 1907, en la que se observa el daño espiritual y físico que producían esos protervos especímenes.
Existían probablemente desde la colonia los más antiguos callejones, es decir los de Malambo y Monserrate, pero a principios del siglo xix, cuando el general San Martín proclamó la República, aparecieron seres humanos por todo el centro de Lima, y casi en todos los barrios, sobre todo en el Rímac, Bajo el Puente y Barrios Altos. La capital del Perú se llenó de personas sin recursos, que venían a instalarse en la ciudad principal pues allí era más fácil conseguir un trabajo que en provincias, aunque fuera como cocineras, porteros, guardaespaldas y sirvientes. Los envidiosos decían que los callejo nes también se llenaron de malhechores y gentes de mal vivir de la vieja Lima, pero exageraban un poco.
Casi todos los barrios del centro de la capital, o en todo caso los más antiguos, tenían callejones, esa colección de cuartitos alrededor de un patiecillo que los dueños alquilaban o vendían a las familias, y en los que se instalaban varias personas —los padres y los hijos y los advenedizos, por descontado—, durmiendo a veces con los colchones en el suelo, o, los de mejores ingresos, en camas camarote, de dos o hasta tres piezas, que a veces fabricaban los mismos vecinos con palos, maderas y escalerillas. Era difícil entender que en esos cuartuchos miserables, aunque dignos, se acomodara tanta gente, desde los abuelos y bisabuelos hasta los más pequeños. Nicho de palpitaciones populares, también eran un lugar de infausto hacinamiento, que favorecía las pestes y que periódicamente causaba estragos entre la población que allí vivía.
Nadie iba a imaginar que esos callejones serían, antes que ningún otro, el lugar donde encontrarían hogar las músicas populares peruanas, sobre todo el vals, que se tocaba y cantaba al natural, sin micro por supuesto, sin escenarios para la orquesta ni pistas de baile. Porque allí se celebraban las famosas jaranas —la palabra había nacido con esa música, sin duda—, y se bailaba la zamacueca, y después la marinera y el valsecito, en esas locas trasnochadas que, enardecidas por el pisco puro, el cañazo de la sierra y hasta el buen vino que venía de los lagares de Ica, duraban a veces hasta dos o tres días, mientras aguantara el cuerpo. ¿Cómo lo hacían padeciendo el raquitismo económico los habitantes de los callejones? Misterios y milagros de la pobreza peruana.
Allí, en los callejones, nacieron los primeros grandes guitarristas y cajoneadores del Perú, así como los mejores bailarines de valses, huainitos, marineras y resbalosas. Mientras las señoritas de buena familia tomaban clases de baile con sus profesores, que eran generalmente negros, las parejas de intérpretes, por ejemplo los célebres Montes y Manrique, Salerno y Gamarra o Medina y Carreño, animaban esas noches crudas del invierno limeño y se refrescaban en el verano, donde variaban sólo los atuendos y las dosis de alcohol con que se brindaba. Hombres y mujeres eran felices, pero morían jóvenes, y a veces debido a las pestes estrafalarias que acarreaban en sus patitas repugnantes, en sus trompas insanas, en su pelaje grasiento y mefítico las asquerosas ratas que anidaban en las grietas de Barrios Altos.
Además, en los callejones se criaba la gente de buena vecindad, que se amistaba mutuamente, en las enfermedades y en la vida cotidiana, prestándose cosas, ayudándose, celebrando los nacimientos de los nuevos vecinos, invitándose, hasta crearse un tipo de compañerismo estimulado por lo precario de esas vidas sin futuro. En Lima eran famosos los callejones por la facilidad con que nacían esos vínculos, algo que por lo general no existía entre los que vivían mejor que aquellos pobres. Y por eso los callejones y la música criolla resultaron inseparables para los cerca de setenta mil limeños (llamémoslos así) que allí residían, aunque la mayoría de los «callejoneros» venían de todos los pueblos del interior del Perú.
Había callejones en toda Lima, pero los negros (o morenos), muchos de ellos esclavos emancipados o prófugos, tenían los suyos siempre en Malambo, donde se habían rejuntado sus familias. En aquel lugar de lujurioso nombre, las jaranas eran las más famosas, por los zapateados, las magníficas voces, los buenos guitarristas y porque allí estaban los mejores artistas de ese instrumento, el cajón, que inventaron los pobres y que fue el más audaz e ingenioso de los instrumentos que idearon los peruanos para acompañar los valsecitos. Y porque lo asiduo de los asistentes a esas jaranas solía hacerlas durar muchas horas, y a veces días, sin que nadie se despidiera a descansar. El gran compositor nacional, Felipe Pinglo Alva, asistió muchas veces a esas fiestas que animaban los callejones de Lima, pero se retiraba temprano —bueno, eso de temprano es un decir— porque tenía que ir al día siguiente a trabajar. Decían de él que llegó a componer más de tres cientas piezas antes de morir.
Quién hubiera pensado que los callejones de Lima serían el mundo natural de esta música, que allí florecería y poco a poco iría empinándose en la vida social hasta ser aceptada por la clase media y, más tarde, incluso adentrarse en los salones de la nobleza y de los ricos, llevada por la gente joven, que, de forma natural, iba sintiendo la música española algo anticuada y aburrida, sobre todo comparada con la peruana y estas letras con tantas referencias al mundillo y las costumbres locales. Cuando la música criolla cundió, desaparecieron los profesores de baile, que se vieron en la disyuntiva de cambiar de oficio o morir de hambre.
Los callejones de Lima fueron la cuna de la música que, tres siglos después de la conquista, se podía llamar genuinamente peruana. Y ni siquiera hay que decir que el orgulloso autor de estas líneas la considera el aporte más sublime del Perú al mundo. En los callejones había ratas, pero también música, y una cosa compensaba la otra.
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Vargas Llosa y el criollismo sentimental DANIEL ROSELL
Mario Vargas Llosa: vals, despedida y (casi) adiós
El último superviviente de los autores del ‘boom’ latinoamericano cierra su extraordinario ciclo novelístico con Le dedico mi silencio, una confesión sentimental y de postrimerías oculta en un tratado sobre la música criolla
20 octubre, 2023 20:23
Todas las despedidas del mundo son un acto de libertad y, al mismo tiempo, un ejercicio de estéril melancolía. Nada es más difícil en esta vida que decir adiós a todo lo que conocemos, o hacemos, cuando sabemos por anticipado que no se trata de ningún efímero hasta luego, sino de un verdadero punto y final. Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), el último superviviente de los autores del boom latinoamericano, ha decidido escribir el epílogo de su larga carrera literaria –seis décadas de creación compulsiva– y apagar así el fuego interior que ha alimentado las maderas nobles de sus 87 años.
Que lo haga después de ser nombrado inmortal por la Academia Francesa no deja de ser un acto (irónico) de realismo: muchas de sus obras entraron hace decenios en la posteridad literaria; el hombre terrestre, en cambio, camino ya de convertirse en un ilustrísimo nonagenario, se sabe sabiamente perecedero.
Patricia y Mario Vargas Llosa en un bar de Lima
“Ahora me gustaría escribir un ensayo sobre Sartre, que fue mi maestro de joven. Será lo último que escribiré”. Hace unas horas los periódicos reproducían estas palabras junto a la noticia del (casi) retiro del escritor peruano. Son parte del colofón de su última novela –Le dedico mi silencio (Alfaguara)–, que dentro de nueve días estará en las librerías. La revelación fija la melodía con la que debe leerse su despedida de la narrativa, una obra de postrimerías que recurre a las fieles herramientas de la ficción para entonar un largo adiós sentimental.
La historia elegida por el último Premio Nobel en español condensa muchas de sus obstinaciones: el fracaso de las utopías, Lima, los conflictos entre la pasión amorosa y el desengaño carnal, el Perú y su sincretismo cultural. Es una suerte de telenovela que pone un cierre humilde ynostálgico a su extraordinario ciclo novelístico, lleno de obras maestras.
‘Los músicos’ FERNANDO BOTERO
Le dedico mi silencio relata las peripecias de Toño Azpilcueta, un devoto difusor de la música tradicional criolla que sueña –siguiendo la tradición de don Quijote– con un Perú hermanado y mestizo gracias al poderoso sortilegio de las canciones y los valses tradicionales surgidos en los lejanos tiempos de la colonia, en los que este último personaje de Vargas Llosa cree haber descubierto un puente entre la fragmentación de las culturas peruanas, capaz de vincular en un mismo anhelo vital a las clases populares y a las familias patricias y aristocráticas.
La acción está situada en los años noventa del pasado siglo, poco antes y justo después de la captura del terrorista Abimael Guzmán, el jefe de Sendero Luminoso. La trama se nutre del vacío que crea a su alrededor un personaje cargado de misterio: la enigmática figura de Lalo Molfino, un prodigioso guitarrista desconocido, niño huérfano y abandonado en un basurero de Puerto Etén, rescatado por un caritativo sacerdote italiano, al que Azpilcueta oye una única vez en su vida y cuya prematura desaparición provoca un rosario de preguntas que despiertan su curiosidad. Azpilcueta decide componer un tratado musical –Lalo Molfino y la revolución silenciosa– como pretexto para enunciar una teoría cultural sobre el Perú.
Grabado de un concierto callejero en los callejones de Lima CLAUDIO REBAGLIATI-ÁLBUM SUDAMERICANO
El libro acabará desquiciando al personaje –ignorado primero, exitoso en el interludio de su vida, caído en desgracia al cabo de su existencia–, en el que Vargas Llosa camufla algunos de los sucesos de su propia trayectoria, desde la vocación política a los conflictos matrimoniales, incluyendo la fragilidad del éxito. El protagonista de Le dedico mi silencio camina sonámbulo por la Lima en la que el escritor vivió sus años de juventud. Pisa la Universidad de San Marcos, se abisma en sus lúgubres cafés y bares –el Bransa de Plaza de Armas, el Palermo, punto de reunión de los poetas de los años cincuenta– y elucubra con una nación hecha no a partir de los dogmas políticos, sino gracias a la música telúrica del pueblo.
Vargas Llosa combina en la estructura de esta novela el discurso de un narrador externo (él mismo, a tenor del colofón en el que enuncia su despedida, firmado con su verdadero nombre) y capítulos del imaginario tratado de Azpilcueta, donde reflexiona sobre la historia y la cultura peruana, defendiendo el papel de cohesión que supuso el español y evidenciando una desconocida erudición sobre la música tradicional y la huachafería, el concepto que –según Azpilcueta– representa la gran aportación del Perú a la civilización. La novela está surcada por un encantador aire sentimental y exhala melancolía. Es elegante y sentida, propia de un autor que revive sus experiencias vitales porque sabe que el tiempo va a alcanzarle.
Estudio sobre la ‘Guardia Vieja’
Sin duda, los pensamientos de Azpilcueta sobre el matrimonio y la familia serán interpretados por muchos lectores en clave autobiográfica. Vargas Llosa, que siempre ha disfrazado su vida en sus novelas, no impide esta mirada, aunque tampoco la fomenta. Dedica la novela a Patricia, su exmujer, a la que abandonó en 2015 para iniciar una relación efímera con la socialité Isabel Preysler. Le dedico mi silencio contiene, sin referencias explícitas, una justificación personal, seguida de un acto de contrición, hecho a través de un personaje interpuesto:
“No se podía exigir a nadie que se enamorara para siempre (…) Lo más común era que los amores fueran transitorios, que uno conociera a gente diversa, y que fuera cambiando de pareja. Eso es lo natural (…) Pero mi familia ha prosperado gracias a Matilde, gracias a que ella nunca se dejó embelesar por mis ideas ni por mi fantasías”.
Mario Vargas Llosa el día de su ingreso en la Academia Francesa
Al margen de estos ambiguos pasajes, susceptibles de una exégesis biográfica, el libro entero es una recapitulación íntima. Desde la noticia de su ensayo sobre Sartre, a través del cual el escritor escribirá sobre los años de su juventud, marcados por su militancia en los grupos políticos de izquierda, a la trama de esta fábula, enmarcada en la áspera Lima de hace treinta años, con fugas costumbristas a los desconsolados callejones de sus barriadas más pobres –Monserrate, Malambó–, todo conduce a entender este libro como un ejercicio de evocación de un tiempo consumido que, sin embargo, sigue palpitando en la conciencia.
La novela incluye un prodigioso final, antítesis de los ardores de la juventud, las guerras de la madurez y las míseras de la decadencia. La escena se ubica en el distrito de Miraflores, donde el intelectual proletario que es Azpilcueta y su amor platónico, Cecilia Barraza, una cantante retirada, entre los que ya sólo hay amistad, viven la pacífica extinción de sus respectivas pasiones.
‘Le dedico mi silencio’
Les basta con vivir juntos el tiempo que el destino disponga en la paz de un presente que cada vez es más estrecho. En el crepúsculo de la vida compartida entre ambos suenan –de fondo– los versos de Ódiame, el vals criollo de despecho y amor eterno compuesto en 1920 por el poeta Federico Barreto:
“Ódiame por piedad, yo te lo pido / ¡Ódiame sin medida ni clemencia! / Odio quiero, más que indiferencia. / El rencor hiere menos que el olvido./ Qué vale más yo humilde y tú orgullosa / O vale más tu débil hermosura / Piensa que en el fondo de la fosa / Llevaremos la misma vestidura / Si tú me odias quedaré yo convencido / De que me amaste, mujer, con insistencia / Pero ten presente de acuerdo a la experiencia / Que tan sólo se odia lo querido”.
Es texto proporcionado parece ser un fragmento de la novela de Mario Vargas Llosa, titulada «Le dedico mi silencio». Discute la importancia cultural de los «callejones» en Lima, Perú, centrándose en su papel en el desarrollo de la música peruana, especialmente del género criollo. La novela explora la vida de Toño Azpilcueta, un personaje apasionado por la música criolla tradicional, y profundiza en las dinámicas culturales y sociales de los callejones en Lima. La narrativa también aborda temas como la pobreza, la comunidad y el impacto de la música en la sociedad.
Gracias por el comentario, éxitos profesionales.
En los callejones crecieron buenos vecinos, que eran amigos tanto en la enfermedad como en la vida cotidiana, prestándose cosas, ayudándose, celebrando el nacimiento de nuevos vecinos, invitándose hasta la muerte, al formar una especie de camaradería, estimulados. por la inestabilidad de la vida de personas sin futuro.
En Lima, los callejones son famosos por la facilidad para formar estas conexiones, algo que les ocurre más a los ricos que a los pobres.
Y es por eso que los callejones y la música criolla son inseparables para los cerca de setenta mil limeños (llamémoslos así) que allí viven, aunque la mayoría de los callejoneros provienen de ciudades del interior del Perú.
Gracias por los comentarios, éxitos profesionales.
Una vez más nuestro Premio Nobel, deleitando a su público lector con parte de nuestra historia y cultura peruana, como lo hizo con el libro : Los callejones de Lima. Los callejones limeños, son construcciones antiguas destinadas a pobres, representan un capítulo singular en la historia de Lima. Aunque inicialmente eran lugares de condiciones precarias, con cuartitos improvisados y falta de higiene, estos callejones albergaron una vida comunitaria única. A pesar de ser focos de enfermedades transmitidas por ratas, también fueron cunas de la música criolla, especialmente el vals, que encontró su hogar en estas estrechas calles. La conexión entre la música, el compañerismo y la vida cotidiana en los callejones marcó un fenómeno cultural, revelando la riqueza y complejidad de la vida en la Lima de antaño.
Gracias por el comentario, éxitos profesionales
La última novela de Mario Vargas Llosa, «Le dedico mi silencio», representa un profundo acto de introspección y despedida por parte del autor, quien ha decidido poner fin a su prolífica carrera literaria. La novela se convierte en un espacio donde el autor reflexiona sobre su propia trayectoria, utilizando las herramientas de la ficción para tejer un conmovedor adiós a la narrativa. La trama, ambientada en los años noventa en Perú, se entrelaza con la realidad del país y la experiencia personal de Vargas Llosa, proporcionando a los lectores un vistazo a su mundo íntimo y emocional. La estructura dual de la novela, combinando la voz del narrador externo con los capítulos del tratado de Azpilcueta, crea una atmósfera melancólica y reflexiva. En definitiva, «Le dedico mi silencio» se presenta como un epílogo literario elegante y sentimiento, donde el autor se despide con gracia y sensibilidad de su pasión por la escritura.
Gracias por el comentario
En Lima eran famosos los callejones por la facilidad con que nacían esos vínculos, algo que por lo general no existía entre los que vivían mejor que aquellos pobres. Y por eso los callejones y la música criolla resultaron inseparables para los miles de callejoneros de todods los barrios.
Graciuas por el comentario
Todas las despedidas del mundo son un acto de libertad y, al mismo tiempo, un ejercicio de estéril melancolía. Nada es más difícil en esta vida que decir adiós a todo lo que conocemos, o hacemos, cuando sabemos por anticipado que no se trata de ningún efímero hasta luego, sino de un verdadero punto y final. Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), el último superviviente de los autores del boom latinoamericano, ha decidido escribir el epílogo de su larga carrera literaria –seis décadas de creación compulsiva– y apagar así el fuego interior que ha alimentado las maderas nobles de sus 87 años. Un retiro por la puerta grande de la literatura universal, el mundo de la pobreza.
Graciuas por el comentario
Era difícil entender que en esos cuartuchos miserables, aunque dignos, se acomodara tanta gente, desde los abuelos y bisabuelos hasta los más pequeños. Nicho de palpitaciones populares, también eran un lugar de infausto hacinamiento, que favorecía las pestes y que periódicamente causaba estragos entre la población que allí vivía. Una descripción real que perdura hasta hoy.
Graciuas por el comentario
Entre olor a pueblo se despide Vragas Llosa, esos callejones todavía existen y son parte de lo más pobre de Lima y encierra lo criollo. Existían probablemente desde la colonia los más antiguos callejones, es decir los de Malambo y Monserrate, pero a principios del siglo xix, cuando el general San Martín proclamó la República, aparecieron seres humanos por todo el centro de Lima, y casi en todos los barrios, sobre todo en el Rímac, Bajo el Puente y Barrios Altos.
Graciuas por el comentario
Vale la pena leer la publicación del último libro de nuetsro Nobel. En un país fracturado por Sendero Luminoso, el vals peruano puede salvar al país, o al menos inspirar la idea y la manera de ese rescate. Es esta intuición -y la utopía, tema tan caro a Vargas Llosa- lo que impulsa a Toño Azpilcueta, cuya historia se entrelaza con la de la música criolla al ritmo de esta idea: es en los bajos fondos de Lima, entre las ratas y las grietas de la violencia, donde nace el «aporte más sublime del Perú al mundo».
Publicamos un adelanto exclusivo de la nueva -y última- novela del Nobel peruano, Le dedico mi silencio.
Graciuas por el comentario
Excelente, los famosos «callejones» de Lima solían ser, entre otras cosas, verdaderos hervideros de ratas, un serio problema para quienes sufren y padecen con esos repugnantes animalitos. Hay una descripción muy famosa de los callejones de Lima de ese gran criollo que fue Abelardo Gamarra, el Tunante, del año 1907, en la que se observa el daño espiritual y físico que producían esos protervos especímenes.
Graciuas por el comentario