Bajo la lupa académica de Innovas
Reflexiones sobre los conflictos bélicos
Por. Luis Alberto Pintado Córdova
La paz no puede mantenerse por la fuerza; sólo se puede lograr mediante la comprensión. (Albert Einstein)
Un conflicto armado o bélico es, en toda su expresión, el reflejo de un fracaso estrepitoso por aquellos que lo causan. La guerra, a veces con un objetivo incierto, usualmente con uno demasiado absurdo para justificar sus costes, tiene un impacto no solo en los planos económico y social. Además de las pérdidas humanas, las personas que consiguen sobrevivir se enfrentan a consecuencias devastadoras.
No solo pierden a sus familias, sus hogares, sus vecinos, los lugares que solían frecuentar, su identidad y su estilo de vida. Muchos pierden también parte de su salud mental. Por ello, hablaremos del desastre psicológico de la guerra, y no de aquellos que luchan en ella, pero de aquellos que resisten, como civiles, en zonas donde se desarrolla un conflicto armado.
La guerra es uno de los periodos más difíciles por los que un hombre o mujer pueden llegar a pasar. Durante ella todos aquellos que estén implicados acabarán de una forma u otra, saliendo muy posiblemente gravemente perjudicados.
Numerosos artistas, políticos, pensadores y demás celebridades se han pronunciado sobre la guerra en algún momento de sus vidas, no en vano desde el inicio de la civilización las guerras han sido siempre una constante de la que el ser humano no se ha sabido desprender.
Todo indica que el ser humano forja su propio destino: el Armagedón
Según el Nuevo Testamento el Armagedón (en griego: Ἁρμαγεδών, romanizado: Armagedón;en latín: Armagedōn) es la ubicación profetizada de una reunión de ejércitos para una batalla durante los últimos tiempos, que aparece en el Apocalipsis, 16: 16.
«Armagedón» deriva de la expresión hebrea Har Megiddon (הר מגדו Har Məgyddō), que significa “montaña de Megiddo”. El «monte» de Megido en el norte de Israel no es en realidad una montaña, sino un tell, un montículo o colina creado por muchas generaciones de personas viviendo y reconstruyendo en el mismo lugar. en la que se construyeron antiguas fortalezas para vigilar la Via Maris, una antigua ruta comercial que unía Egipto con los imperios septentrionales de Siria, Anatolia y Mesopotamia. Megido fue escenario de varias batallas antiguas, entre ellas la batalla de Megido (siglo XV a. C.) y la batalla de Megido (609 a. C.). El cercano y moderno Meguido es un kibutz en la zona del río Kishon. Como si la historia sagrada se estuviera repitiendo hoy en día. Por el ataque a los kibutz por los terroristas musulmanes.
El valle de Meguido se encuentra en la parte occidental de la llanura de Esdraelón, a 80 kilómetros al norte de Jerusalén, y es el lugar de varias batallas decisivas en los tiempos del Antiguo Testamento. El gran conflicto final que se efectuará poco antes de la segunda venida del Señor lleva el nombre de batalla de Armagedón, porque la lucha comenzará en el sitio que lleva ese nombre. (Véase Ezeq. 39:11; Zac. 12–14, particularmente 12:11; Apoc. 16:14–21
Ante esta preocupación bélica, Innovas presenta artículos especializados para la reflexión hacia una cultura de paz y bien.
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¿Por qué al ser humano le gusta la guerra? | Descubriendo nuestra naturaleza. Danicontroll
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La psicología de la guerra
La guerra provoca miedo y al mismo tiempo fascina. Cuando el hombre tiene la paciencia de estudiarla, superando la tentación de mirar hacia otro lado, se ve obligado a mirar dentro de sí mismo, al misterio que lo constituye y que desmiente su dimensión esencialmente racional.
¿Por qué se siguen librando guerras?
La reciente invasión de Rusia a Ucrania ha reavivado antiguos temores en Occidente y le ha obligado a enfrentarse a un problema que creía haber dejado atrás de una vez por todas. La guerra muestra uno de los muchos aspectos paradójicos del ser humano, el único entre los seres vivos que emprende esta actividad completamente irracional. En efecto, la guerra es esencialmente devastadora: quienes participan en ella ponen en riesgo su mayor activo, la vida; causa pobreza, destruye naciones, trae enfermedades, heridas y traumas que duran muchos años incluso después de haber terminado. Sin embargo, ha tenido lugar desde los albores de la vida humana, y no hay ningún período en el que esté completamente ausente. Es sintomático que la propia historia, tanto la sagrada como la profana, comience con el fratricidio.
El hecho de que la guerra no sea fácil de eliminar queda demostrado por su constante presencia incluso en la pacífica vida cotidiana: nombres de calles y plazas, estaciones de tren y metro, monumentos, ensayos, películas, obras de arte, cómics y videojuegos están dedicados a batallas, héroes y líderes. La estructura actual de la mayoría de los Estados está vinculada a las guerras, al igual que su historia. Y tiene detrás una compleja organización que acaba afectando a todos los ámbitos de la vida: «De todas las actividades humanas, la guerra es quizá la mejor planificada, y ha estimulado, a cambio, una mayor organización de la sociedad […]. Al aumentar el poder de los gobiernos, la guerra también ha traído consigo el progreso y el cambio […]. Nos hemos vuelto mejores para matar y al mismo tiempo menos tolerantes con la violencia hacia los demás»[1].
La guerra provoca miedo y al mismo tiempo fascina. Cuando el hombre tiene la paciencia de estudiarla, superando la tentación de mirar hacia otro lado, se ve obligado a mirar dentro de sí mismo, al misterio que lo constituye y que desmiente su dimensión esencialmente racional.
Posibles motivaciones. La codicia
Como alguien ha dicho, siempre se puede encontrar, si se quiere, una razón para propiciar hostilidades. El problema es entender por qué se las busca. Al repasar algunos estudios realizados al respecto, surgen motivaciones recurrentes. En primer lugar, la combinación de codicia y agresión.
La avaricia, y su deriva agresiva, es una característica humana, como apuntó el filósofo Thomas Hobbes, cuya concepción de la vida puede resumirse en el lema homo homini lupus (acuñado, en realidad, por Plauto en Asinaria). Hobbes, en su obra principal, significativamente titulada Leviatán – el monstruo bíblico primordial, símbolo del caos y la destrucción –, publicada en 1651, sostiene que la condición «natural» del hombre, desde sus orígenes, se caracteriza por la guerra de todos contra todos por la supervivencia, cuyo resultado llevaría a la ruina general. Según el filósofo inglés, los hombres pueden llegar a un acuerdo y respetarlo sólo bajo la amenaza de un poder fuerte y absoluto, que para él está representado por el Estado (el Leviatán), capaz de proteger a los individuos de las derivas destructivas.
La visión de Hobbes fue retomada en clave psicoanalítica por Freud. Su interés por el tema surgió de su sorpresa ante el estallido de la Primera Guerra Mundial, no sólo por su carácter repentino, sino sobre todo porque tenía sus raíces en Europa, el continente considerado más civilizado y culto, al que veía investido de la misión de guiar a la humanidad. Aquel acontecimiento desmintió la idea de un progreso imparable, posibilitado por la ciencia y la tecnología. Al contrario, fueron precisamente ellas, al crear nuevas y mortíferas armas de destrucción, las que aportaron una contribución sin precedentes al horror[2].
La hipótesis de Freud es que la guerra manifiesta pulsiones destructivas presentes en todo hombre, que la cultura y la civilización no pueden borrar, y que él llama «instintos de muerte». Se introducen para explicar ciertos comportamientos irracionales – como la guerra, el masoquismo o la compulsión a la repetición – en los que se sigue haciendo algo, aun sabiendo que es perjudicial, encontrando en esta repetición un extraño interés, un morbo destructivo pero estrechamente entrelazado con la vida: «Parece que el principio del placer está al servicio de los instintos de muerte […]. El principio del placer es una de las razones más fuertes para creer en la existencia de las “pulsiones de muerte”»[3].
Este vasto tema ha sido ampliamente debatido por autores posteriores (Jung, Deleuze, Guattari, Marcuse, Bataille, Fromm): coinciden, sin embargo, en que la destructividad humana no es de naturaleza pulsional. Eric Fromm, en particular, ha dedicado una importante obra a este tema. Incluye la destructividad en el ámbito más amplio de la agresividad, que puede tener expresiones benignas: por ejemplo, la superación de obstáculos y dificultades para conseguir un bien (lo que los antiguos llamaban «irascibilidad»). Por otro lado, está la agresividad destructiva, que aparece cuando el hombre es incapaz de dar sentido a su situación. Para Fromm, este tipo de agresividad es cultural, y es lo que distingue a los humanos de otros animales[4].
La versión de la agresividad originada en la codicia, como el acaparamiento de bienes y recursos, está en el origen de muchas guerras. Es, también, el motor de la economía de muchos Estados llamados «pacíficos», que obtienen enormes beneficios de las guerras de otros. Varios bancos europeos consideran que la inversión en armas es un beneficio seguro. Muchos países exportan armas a las naciones más belicosas del mundo, haciendo oídos sordos a los derechos humanos.
La ideología
Pero, a diferencia de lo que creía Hobbes, hay guerras que no se libran por la supervivencia, sino por las ideas, en nombre de la religión, de la raza, de la nación, de la identidad colectiva, de la utopía, de la sociedad perfecta, considerando a todo aquel que exprese un pensamiento diferente un mal que hay que eliminar: «Las guerras ideológicas, ya sean religiosas o políticas, suelen ser las más crueles, porque el reino de los cielos y el cielo en la tierra justifican todo lo que se hace en su nombre […]. Quien sigue una ideología o una fe equivocada merece morir, como si se tratara de una enfermedad que hay que erradicar, o simplemente de un sacrificio necesario para el cumplimiento de un sueño del que se beneficiará toda la raza humana»[5].
El aspecto cultural de la guerra también se encuentra en la educación de la juventud, que durante siglos se ha basado en la visión «espartana» del hombre, que demuestra su valía luchando: no es casualidad que los héroes de la mitología clásica tengan características bélicas[6]. La guerra ha sido celebrada en la literatura de todos los tiempos; algunos la han considerado necesaria para el progreso, como el manifiesto de Filippo Tommaso Marinetti, Guerra, sola igiene del mondo, o El mito del siglo XX, de Alfred Rosenberg.
Incluso periodos aparentemente pacíficos, como la belle époque europea, estaban impregnados de nacionalismo y militarismo: «Las bandas militares que tocaban en los parques de toda Europa, los desfiles navales en los días de verano, el tintineo de los guardias a caballo uniformados en las calles, además de proporcionar entretenimiento al pueblo, eran una eficaz propaganda de guerra […]. Los jóvenes de las clases altas y medias, especialmente en Gran Bretaña, soñaban con batallas gloriosas como las que habían leído en Homero, Livio y Julio César […]. Los temas más populares en Alemania fueron los grandes triunfos nacionales […]. La juventud europea fue a la guerra en 1914 con la esperanza de poder estar a la altura de sus héroes»[7].
En este clima cultural, se desencadenó una masacre sin precedentes por un incidente puntual, sin que esto pusiera en duda esa visión. Por el contrario, la mayoría de los artistas e intelectuales ensalzaron la Gran Guerra en la música (Edwar Elgar), la poesía (Thomas Hardy), las novelas (Ernst Jünger), las cartas y las declamaciones del valor de la patria y del sacrificio supremo que se enviaban por centenares a los periódicos de la época. Incluso el cine presentaba la guerra como una especie de día de campo feliz: «Las películas alemanas mostraban a soldados en el frente leyendo serenamente su correspondencia o comiendo, a otros ligeramente heridos, en hospitales o a tropas alemanas reconstruyendo iglesias destruidas por el enemigo»[8].
El mundo de los científicos no tuvo una actitud diferente, rechazando los escritos y descubrimientos de un país hostil. La teoría de la relatividad general de Einstein, publicada en 1916, tuvo una fuerte oposición en Oxford, porque su autor, a pesar de su declaración de pacifismo, era considerado un enemigo de Inglaterra.
Los pocos que mostraron el horror de la guerra (Erich Maria Remarque) fueron ignorados o censurados. Incluso los repetidos llamados del Papa Benedicto XV para detener la «matanza inútil» cayeron en saco roto.
La exaltación de la guerra en nombre de la ideología, la raza o el nacionalismo ha conquistado el imaginario mundial hasta nuestros días, contribuyendo de manera significativa a su perpetuación. Pensemos en cómo la demagogia y la política han desempeñado un papel decisivo en los conflictos de nuestro tiempo – en su mayoría étnicos e internos, como en Ruanda y la antigua Yugoslavia –, envenenando los lazos de amistad y familiares, y gatillando una larga cadena de venganzas y ajustes de cuentas[9].
Los estereotipos culturales son uno de los factores más poderosos en la decisión de hacer la guerra, porque apelan a la sugestión y a las emociones, que tienen fuertes vínculos con el inconsciente[10]. Y es significativo que cuando se enfrentan al pensamiento crítico, demuestran no tener justificación.
Michael Ignatieff, director del Centro Carr de Políticas de Derechos Humanos de la Universidad de Harvard, describe asombrado cómo un pueblo de la antigua Yugoslavia, habitado sin problemas aparentes por serbios y croatas, se convirtió de repente en escenario de un odio mortal: «Todos se conocen: fueron juntos a la escuela. Antes de la guerra, algunos trabajaban en el mismo garaje, salían con las mismas chicas. Ahora todas las noches se llaman por radio e intercambian insultos. Intentan matarse entre ellos». Y cuando se les pregunta por qué han decidido acabar con los otros, un soldado serbio responde inicialmente con una razón extremadamente banal: «Son diferentes, el hecho de que fumen cigarrillos diferentes lo dice». Ignatieff se queda perplejo ante esta respuesta, al igual que el soldado, que se marcha murmurando. Luego vuelve y trata de formular otra: «Estos croatas se creen mejores que nosotros. Se creen buenos europeos y cosas así. ¿Sabes lo que digo? Todos somos basura balcánica»[11].
La diferencia entre una voluntad destructiva, del otro y de uno mismo, y la vaguedad de las posibles motivaciones es sorprendente. La necesidad de redescubrir una identidad de grupo, cuando una base común (como la dictadura de Tito) se desmorona, se reivindica de forma opositora, sobre todo cuando encuentra políticos y demagogos que explotan estos aspectos en beneficio personal, borrando de golpe décadas de vida pacífica en común.
Miedo
Otro motivo recurrente en las declaraciones de guerra es la autodefensa, la acción preventiva destinada a aniquilar una amenaza que se considera inevitable.
El miedo a ser atacado da forma a la llamada «profecía autocumplida». Es bien sabido, desde el punto de vista psicológico, lo mucho que el miedo a que ocurra un acontecimiento contribuye paradójicamente a que se produzca[12]. Puede, como en la Alemania nazi, tomar la forma de una conspiración mundial adversa (que llevó al exterminio de los judíos) y refuerza la predisposición a reaccionar de forma hostil, en la creencia de que es la única forma de defenderse a sí mismo y a sus seres queridos.
Este clima de hostilidad alimenta la tensión y la sospecha, una mezcla potencialmente explosiva: basta un pequeño malentendido para que la situación degenere, por lo que se inicia una guerra para evitar otra.
Después de la Segunda Guerra Mundial, hubo muchas ocasiones en las que se estuvo peligrosamente cerca de recurrir a las armas atómicas debido a simples nimiedades interpretadas como una amenaza por una mentalidad distorsionada por la paranoia: «Un oso que intentaba cruzar la valla de un misil estadounidense fue confundido con un intruso enemigo, bandadas de pájaros aparecieron en los radares canadienses y estadounidenses como aviones o misiles, el sol que asomaba entre las nubes hizo temer a los ingenieros soviéticos un inminente ataque aéreo y casi desata la Tercera Guerra Mundial»[13].
El vínculo mortal entre estos diversos aspectos fue mostrado de manera particularmente exitosa por el documental Fahrenheit 9/11 (2004) del director Michael Moore. Al presentar la película, llamó la atención sobre las influencias sociales y culturales del miedo a nivel internacional, que llevaron a Estados Unidos a librar frecuentemente guerras en todo el mundo: «En Bowling for Columbine, exploré la manifestación personal del miedo, el modo en que la gente puede ser engañada por las imágenes de la televisión e intimidada por las armas. En esta película, sin embargo, elegí hablar del miedo colectivo, de la histeria de masa que el poder consigue crear para distraer a la opinión pública de los verdaderos problemas. Como escribió George Orwell en su novela 1984, el líder de un pueblo debe mantenerlo en un estado de miedo constante, haciéndole creer que en cualquier momento puede ser atacado, por lo que renunciará a su libertad para vivir. Los estadounidenses llevan dos años y medio haciendo esto»[14].
El sentido del honor
Algunas guerras han tenido como motivación principal la búsqueda de la gloria, para asegurarse, de esa forma, la memoria heroica de sí mismos. Así fue para Luis XIV, Napoleón, Federico II, y lo mismo parece ser cierto para Putin. Del mismo modo, el sentimiento de haber sufrido un ultraje da lugar a la necesidad de venganza, que alimenta la voluntad de emprender nuevas guerras: «Tras la sorprendente derrota francesa a manos de la Confederación del Norte de Alemania en 1871, Francia cubrió todas las estatuas de París con un velo negro, indicando la pérdida de las provincias de Alsacia y Lorena. Cuando estalló la guerra en 1914, las multitudes jubilosas dejaron el luto. Por su parte, Alemania meditó la venganza tras su derrota en 1918»[15]. Y, de hecho, fue la tensión y la ira que siguieron a la paz de Versalles, combinadas con la grave crisis económica, las que aumentaron el deseo de venganza de Alemania, lo que condujo a un nuevo y más devastador conflicto.
El honor se identifica a menudo con el sentido de la valía personal. Y las armas parecen ser un medio de afirmarse o de ganarse el respeto: un símbolo de virilidad y de orgullo, tal vez confirmado por el sentimiento común. Pero tiene un precio terrible.
Gary Younge, en su libro Another Day in the Death of America. 24 hours, 8 states, 10 young lives lost to gun violence – el promedio de niños y adolescentes asesinados cada día en Estados Unidos –, preguntándose por qué la violencia y la muerte en este país no tienen parangón en el mundo, señala cómo el hábito de las armas ha configurado profundamente su identidad. Y cita un pasaje de Chris Kyle (el francotirador más famoso del ejército estadounidense en Irak), que en American Gun recorre la historia de Estados Unidos con 10 armas de fuego cada vez más perfeccionadas, precisas y mortales: «Cuando sostienes una pistola, un rifle o una carabina, estás sosteniendo un pedazo de la historia de Estados Unidos. Levanta el arma y huele el aroma del salitre y la pólvora. Apoya el rifle en tu hombro y mira el horizonte. Lo que ves no es un objetivo, sino todo un continente de potencial»[16].
En esta descripción, las armas de fuego adoptan la apariencia de un objeto sensual y amoroso que protege, da seguridad y placer. De ahí la atracción que lleva a los niños a ver las armas como una forma de ser adultos, respetados y temidos. Y muertos.
¿Es posible luchar contra la guerra?
«Es mucho más fácil hacer la guerra que la paz»: esta frase del ministro francés Georges Clémenceau resume la paradójica complejidad del problema. Para quienes la emprenden, la guerra suele presentarse como una solución fácil capaz de eliminar obstáculos y una fuente de beneficios inmediatos: sin embargo, siempre resulta después imprevisible, con enormes costos, ante todo – pero no sólo – en términos de vidas humanas. Rara vez se tienen en cuenta los escenarios posteriores y los problemas a los que habrá que hacer frente una vez que hayan cesado las hostilidades. El general Anthony Zinni, comandante en jefe del Mando Central de Estados Unidos para la invasión de Irak, dijo: «Nuestro mayor defecto es que nunca nos tomamos el tiempo para entender la cultura […]. Me llamó la atención que tuviéramos un plan para derrotar al ejército de Saddam Hussein pero no tuviéramos ninguno para reconstruir Irak»[17].
A pesar de ello, las guerras siguen librándose con facilidad. La paz es más difícil y compleja de proponer precisamente porque es más respetuosa con la verdad de las cosas, y con la verdad de nosotros mismos, ya que el conflicto surge primero dentro de nosotros mismos. Los problemas que subyacen a la guerra son muchos y no son fáciles de resolver. Algunos de ellos se han señalado en estas páginas, pero si no se abordan con determinación, darán lugar a nuevos y más dolorosos conflictos.
Pensemos en la desigualdad económica: según el Informe Mundial sobre la Desigualdad de 2021, el 38% de la riqueza mundial se concentra en manos del 1% de la población; el 50% inferior sólo puede disponer del 2%. Con la pandemia, la brecha se ha hecho aún más grande[18]. Un escenario que se antoja cada vez más dramático debido a la creciente escasez de recursos, como el agua potable (el «oro azul») y los productos del suelo, como consecuencia de la contaminación, el cambio climático y la desertificación de zonas cada vez más extensas. Todo esto aumentará los flujos migratorios hacia otros países para acceder a bienes que les son negados pero que son esenciales para la supervivencia. A esto hay que añadir las crisis económicas, los regímenes dictatoriales y la falta de atención sanitaria adecuada y de trabajo decente.
Remediar esta creciente brecha entre riqueza y pobreza, que contiene una enorme concentración de conflictos, no es ciertamente una tarea fácil. Hay demasiados intereses en juego. Es lógico pensar que la posibilidad de reducir su zona de confort no será bien recibida por quienes tienen el control. Además, como hemos visto, Occidente sigue haciendo un gran negocio con las guerras de otros, y a veces también con las suyas propias (como ocurrió con las fuentes de petróleo en Irak).
A la escasez de recursos se contrapone, como trágica paradoja, la gran disponibilidad de armas cada vez más sofisticadas: cibersoldados, robots asesinos, drones. Y con la proliferación del terrorismo y el fundamentalismo, la guerra se ha convertido en la norma en todas las naciones, y nadie puede pretender estar realmente a salvo.
Frente a estas múltiples y crecientes amenazas, hay que constatar, por desgracia, la reticencia a discutir el recurso de la guerra como solución al alcance de la mano. La cultura y el arte ayudarían sin duda a mostrar su inhumanidad y, lo que es más importante, a estimular a la opinión pública para que se pronuncie. Lo que puso fin al penoso conflicto de Vietnam, más que el estancamiento militar, fue la creciente protesta de la población gracias a los oportunos reportajes de los medios de comunicación (como las famosas tomas de una niña con la ropa quemada por el napalm o del prisionero asesinado a sangre fría) que mostraron la situación real de un conflicto que no mostraba piedad hacia nadie[19].
Desgraciadamente, sólo desde hace poco tiempo (y sobre todo en Occidente) se ha producido una importante inversión de esta tendencia. Se ha señalado que la palabra griega para paz, eirene, significa literalmente la pausa entre una guerra y otra; la palabra latina pax significa el acuerdo de no beligerancia temporal. Ambos términos transmiten el mensaje de que la paz es un estado de cosas excepcional y de corta duración y que la guerra es la norma[20]. No fue hasta el siglo XX cuando Gandhi acuñó una nueva palabra, satyagraha, «no violencia» (literalmente, la fuerza que nace del amor), para expresar su política de oposición a la ocupación británica. Y tuvo éxito donde los ejércitos y las armas habían fracasado. No era realmente un pacifista – declaró que la defensa era necesaria contra Hitler – pero utilizó la fuerza de forma no destructiva.
Otro aspecto importante a considerar es precisamente la tendencia a la destructividad, la cual, de acuerdo al psicoanálisis, está presente en todos. Esta tendencia puede ser domada principalmente a través de la educación, en particular a través de la sabiduría (o prudencia), el verdadero motor de la civilización y el bienestar[21]. Los antiguos la consideraban la guía de todas las virtudes. Gandhi comprendió muy bien que el camino hacia la libertad se lograba desde un corazón pacificado, que ha vencido el miedo, especialmente el miedo a morir, la madre de todos los miedos. Al enfrentarnos a ella, esta pierde extrañamente su mordacidad destructiva y libera nuevas energías: «La resistencia no violenta no sólo es una táctica eficaz en la lucha contra el mal. Su poder deriva de la profunda paz interior de los valientes que se atreven a rechazar la violencia e imaginar un mundo diferente»[22].
Pero la sabiduría no parece ser muy apreciada en la educación y la filosofía. Por el contrario, es demasiado fácil incitar al odio y la destrucción en las escuelas, en la política, en los libros y en los lugares de oración[23]. Esta pobreza cultural está en el origen de la debilidad operativa de los gobiernos y las organizaciones internacionales, más atentos a los intereses partidistas que a una paz que acabe beneficiando a todos a largo plazo. La reticencia a abordar estas cuestiones socava la credibilidad y la eficacia de las propuestas de paz.
Por todo ello, el camino de la paz, aunque deseado y apreciado como un bien evidente, en realidad se parece mucho al camino de la vida descrito por Jesús: «es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran» (Mt 7,14). Si de verdad queremos llevarlo a cabo, será necesario un gran esfuerzo y sacrificio a todos los niveles. Por parte de todos.
Fuente: La Civiltà Catholica, 22/4/2022
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La guerra según la doctrina social de la Iglesia
La Doctrina Social de la Iglesia ha puesto límites muy estrictos no sólo al inicio de una guerra, sino también al uso de las armas una vez que ésta ha estallado, sea cual sea el bando en conflicto.
Share this Entry (ZENIT Noticias – Observatorio de Doctrina Social de la Iglesia Cardenal Van Thuan / 12.03.2022).-
La Doctrina Social de la Iglesia se ha ocupado mucho de la paz y, por tanto, también de la guerra. En estos momentos de peligro y tragedia podemos recurrir una vez más a sus criterios de juicio. Es bueno tratar de comprender los hechos y el comportamiento de los actores y estudiar los antecedentes de los conflictos, pero para no perderse en la complejidad de los estudios de caso, sigue siendo esencial remitirse a los principios. La Doctrina Social de la Iglesia da sus enseñanzas a la luz de la ley natural, elevada y purificada, pero nunca negada o sofocada, por la moral evangélica de las bienaventuranzas. La guerra puede ser de agresión o de defensa. Siempre hay que condenar una guerra de agresión y confirmar el derecho a la legítima defensa de la patria, así como el derecho a la legítima defensa de la familia frente a quienes la amenazan gravemente. El uso de armas, incluso en el caso de un claro motivo defensivo, sigue estando sujeto a límites éticos. El daño causado por la agresión debe ser «duradero, grave y cierto». También se requiere que se hayan tomado sin éxito todas las medidas necesarias para evitar la necesidad de utilizar las armas, también en la defensa. Que existan «condiciones fundadas de éxito» para evitar el sacrificio de toda una nación y, por último, que el uso de las armas no cause mayores daños y desórdenes que el mal que se quiere evitar. Los dos criterios principales son, pues, la necesidad y la proporcionalidad. No hay derecho a una guerra de agresión, e incluso una guerra de defensa está sujeta a criterios muy exigentes. El derecho de las naciones a la defensa puede permitir formas de alianzas entre Estados para que incluso los más débiles puedan ser protegidos. Sin embargo, las alianzas defensivas no deben convertirse en alianzas ofensivas que amenacen la paz. El uso de armamento por razones defensivas no debe tener lugar mientras se descuida el deber de buscar enérgicamente acuerdos internacionales para un desarme equilibrado y progresivo. Por lo tanto, la posesión de armamento con fines de defensa no es indiferente desde el punto de vista moral y político, como si la cuestión se planteara únicamente en cuanto a su uso. La posesión no es una variable independiente, encuentra su legitimidad en el interminable esfuerzo por acordar un desarme progresivo para reducir también los límites de la posesión. Los dos criterios de necesidad y proporcionalidad se refieren, pues, no sólo al uso de las armas, sino también a su posesión, en el compromiso de elevar progresivamente el umbral de ambos criterios. Sin este compromiso real, la carrera armamentística se vuelve culpable. Tampoco lo es la acumulación de armas con fines disuasorios, es decir, para disuadir o disuadir a los adversarios de una posible agresión. La disuasión se convierte en un acicate para la carrera por conseguir cada vez más armas y aumenta el peligro. La Doctrina Social de la Iglesia ha puesto límites muy estrictos no sólo al inicio de una guerra, sino también al uso de las armas una vez que ésta ha estallado, sea cual sea el bando en conflicto. De acuerdo con el derecho internacional humanitario, los civiles deben ser preservados, tanto por el eventual agresor como por quienes organizan la acción militar defensiva. Las partes beligerantes deben evitar el uso de milicias civiles y la resistencia civil, especialmente el uso de mujeres y niños. Las personas que buscan refugio en otros países para escapar de la guerra en su propio país deben poder contar con corredores confidenciales y la ayuda de la comunidad internacional. Hay que tener especial cuidado en no romper las familias.
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Qué piensa la Iglesia sobre la guerra. Abel de Jesús
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Cómo las civilizaciones antiguas lidiaban con las consecuencias psicológicas de la violencia y la guerra
- Autor,Zaria Gorvett. BBC
El atacante se acercó por detrás. Su víctima era un hombre musculoso de mediana edad al que le faltaban dientes, posiblemente un luchador inglés curtido, que ya había sufrido una grave lesión en la cabeza años antes.
El soldado normando levantó su pesada espada de doble filo y asestó un golpe cerca de la oreja derecha de su objetivo. No se detuvo.
Tras un un frenesí de movimientos cortantes que desgarraron el cráneo del inglés, la víctima cayó.
Y allí quedaron sus huesos, en la ladera de una colina en Sussex, durante casi 1.000 años hasta que los arqueólogos los descubrieron debajo de una escuela en 1994.
Pero aunque las reliquias de esta violencia se han disuelto en su mayoría en el suelo ácido de la región, la evidencia de su impacto psicológico que tuvo ha persistido en un oscuro documento medieval.
La guerra más antigua registrada en la historia ocurrió en Mesopotamia en el año 2.700 a. C., entre las civilizaciones de los elamitas y los sumerios, desaparecidas hace mucho tiempo, y a pesar de alguna época ocasional de relativa paz, como a principios del siglo XXI, la guerra se ha cernido sobre nuestra especie desde entonces.
Como era de esperar, nuestros antepasados no eran inmunes a los efectos psicológicos de toda esta muerte, como tampoco lo somos hoy.
Pero en ausencia de tratamientos modernos, muchas sociedades antiguas desarrollaron sus propios métodos ingeniosos para afrontar el trauma, desde justificaciones religiosas hasta rituales purificadores o incluso juegos de inmersión.
¿Qué podemos aprender de estas prácticas?
Europa medieval: rituales de limpieza
Apenas un año después de la conquista normanda, un grupo de obispos se reunió para crear una lista inusual. La Penitencial de Ermenfrid registra un conjunto de instrucciones para aquellos que participaron en el derramamiento de sangre, estableciendo las acciones de arrepentimiento que deben realizar para expiar sus actos.
Hay penitencias específicas para cada circunstancia: si los soldados habían cometido una violación, habían matado a alguien, habían infligido una herida o no sabían cuántas personas habían acribillado.
Si hubiera sobrevivido, el soldado responsable de las heridas del «Skeleton 180» habría tenido que hacer penitencia durante un año entero.
Este documento medieval no fue un acto ordinario de compasión. Ahora se piensa que la Penitencial pudo haber sido un intento de absolver a los soldados normandos de «daño moral»: las angustiosas consecuencias de actuar de una manera que va en contra de los valores morales.
«Está claro que los combatientes medievales sabían que el trauma era una posibilidad», dice Kathryn Hurlock, profesora titular de Historia Medieval en la Universidad Metropolitana de Manchester.
Las batallas en la Edad Media implicaban principalmente combates cuerpo a cuerpo, un estilo de lucha carnicero que provocaba heridas horripilantes y, a veces, miles de muertes en un solo día.
Incluso el tapiz de Bayeaux, una obra maestra medieval de 68 m (224 pies) que cuenta la historia de la invasión normanda, contiene escenas desgarradoras.
Mientras los ejércitos normando e inglés chocan con hachas de batalla, espadas, garrotes, lanzas, arcos y lanzas, la carnicería se extiende a los márgenes de la tela; caballos atravesados por lanzas caen, soldados sacan armaduras de cadáveres desnudos y el recuento de cabezas desmembradas y otras partes del cuerpo se acumula.
Sin embargo, la evidencia del impacto psicológico de toda esta violencia es escasa, en parte porque los registros medievales tienden a ser cuentos heroicos o registros históricos de eventos, dice Hurlock.
«Los relatos en primera persona de los combatientes son poco comunes y la autorreflexión es prácticamente inexistente», dice.
Algunas pistas del trauma
Pero hay algunas pistas. Tomemos como ejemplo el Libro de Caballería, un manual de combate escrito durante la Guerra de los Cien Años por uno de los caballeros más famosos de la época.
Además de proporcionar instrucciones prácticas sobre técnicas de lucha, el autor advierte sobre los tipos de cosas que hoy reconoceríamos como causantes de trauma, dice Hurlock, escribiendo sobre «grandes terrores» incluso cuando los caballeros no estaban en peligro inmediato.
Otros registros de la época incluso mencionan síntomas específicos, como miedo, vergüenza y traición, dice.
«Había expectativas sobre lo que debería y no debería suceder en la guerra, como tomar rehenes para pedir un rescate, y cuando esas expectativas o ‘reglas’ se transgredían, la gente parecía haber tenido más probabilidades de sufrir algún tipo de trauma», añade Hurlock.
Ahí entra el daño moral, un tipo de herida psicológica que parece ser universal y que afecta a guerreros de muchas culturas humanas diferentes a lo largo de miles de años, desde los cristianos medievales hasta los veteranos de la guerra de Vietnam del siglo pasado.
Para ayudar a los veteranos a evitar el trauma y darles herramientas para afrontarlo, las sociedades medievales dependieron en gran medida de la religión.
Hubo oraciones y bendiciones de los sacerdotes antes de las batallas, y las penitencias permitieron a los veteranos absolverse de cualquier atrocidad que hubieran cometido.
Más tarde, durante las Cruzadas, a la gente se le dijo que entrar en la guerra era un acto sagrado en sí mismo y que podía acabar con todas las transgresiones anteriores, dice Hurlock.
El papel de la superstición
Es posible que las gallinas estuvieran un poco mareadas.
Era el año 264 a.C. en el puerto de la ciudad siciliana de Drepana, y los romanos se disponían a atacar una flota de barcos pertenecientes a su enemigo, los cartagineses.
El comandante del ejército estaba realizando el ritual previo a la batalla para determinar si los dioses estaban a su favor: todo lo que tenían que hacer era liberar un lote de pollos sagrados de su jaula y convencerlos de que comieran un poco de grano.
Cuanto más ávido fuera el picoteo, más auspiciosa sería la predicción.
El problema era que los romanos tenían un poco de prisa. Entonces, en lugar de realizar el ritual antes de botar los botes, en la playa, el comandante insistió en que debía realizarse en el bote. Las gallinas se negaron rotundamente a comer y él, furioso, las arrojó al mar. El ejército perdió rápidamente.
El comandante romano había cometido un error elemental. «Los soldados siempre han sido supersticiosos y los romanos no fueron una excepción», dice Barry Strauss, profesor de estudios humanísticos en la Universidad de Cornell, Nueva York.
Este presagio no sólo habría socavado la confianza del ejército al ir a la batalla, sino que potencialmente habría hecho que sus experiencias posteriores fueran más traumáticas, dice.
De hecho, los antiguos romanos invirtieron mucho para obtener el permiso adecuado de los dioses para sus guerras.
«Los romanos eran un pueblo muy legalista», dice Strauss. Sólo consideraban aceptable la guerra defensiva y cada conflicto era aprobado por un comité especial de sacerdotes, los feciales.
«Y por supuesto, es absurdo, los romanos pasaron siglos conquistando un imperio, así que por supuesto se involucraron en agresiones. Pero los feciales siempre insistieron en que lo que estaba sucediendo era defensivo y que la guerra estaba justificada», dice Strauss.
Antigua Roma: permiso especial y combates de gladiadores
Esto era importante, porque la guerra romana era particularmente brutal y espantosa para los combatientes involucrados.
Si bien la antigua Grecia tenía hoplitas (soldados de infantería fuertemente armados que se movían en formación de falange y atacaban a su enemigo con lanzas de 2,4 m), la estrategia romana era mucho más cercana.
Luchaban con el gladius, una especie de espada corta. «Se lo ha comparado con un machete», dice Strauss, quien sugiere que habría sido más difícil ocultar el horror de lo que estaba sucediendo.
«Oímos hablar de soldados de las batallas romanas que caminaban a través de la sangre; había peligro de resbalar porque había mucha sangre», dice.
Pero los romanos tenían otra forma de evitar que los soldados quedaran traumatizados: los juegos de gladiadores. Estos espectáculos sangrientos a menudo se utilizaban como una forma de acostumbrar a los jóvenes a la violencia, dice Strauss, y al público en general les encantaban.
«Encontramos recuerdos de juegos de gladiadores por todas partes, de un extremo al otro del imperio, y en Pompeya hay grafitis de los aficionados a los gladiadores», afirma.
«Y sabemos que algunos de ellos fueron escritos por niños porque están escritos en un nivel muy bajo al que los niños pueden llegar».
Sin embargo, Strauss no está convencido de que estas estrategias fueran completamente efectivas para prevenir el trauma. «El mundo antiguo está lleno de advertencias (no huyas de la batalla), lo que nos dice que la gente huía de la batalla porque era muy aterradora», dice.
Antigua Grecia: obras de teatro inmersivas
Aproximadamente a 40 kilómetros (25 millas) al noreste de Atenas hay una llanura cubierta de hierba. Este lugar tranquilo, que hoy está envuelto en flores silvestres y rodeado de pinos y olivos, es donde, un día de otoño del año 490 a.C., más de 6.000 antiguos guerreros encontraron su perdición en la Batalla de Maratón.
El trágico y veterano militar Esquilo estaba allí ese día, parte del antiguo ejército griego que cargó contra una fuerza invasora persa.
Posteriormente, escribió alrededor de 90 obras de teatro, aunque sólo siete sobreviven, muchas de las cuales describen las consecuencias de estos conflictos, incluido el trauma psicológico.
De hecho, Esquilo era famoso como soldado. Después de su muerte, el epitafio sobre su tumba no mencionó su trabajo como dramaturgo, sino que destacó su valor en la batalla.
Una traducción de sus hazañas dice: «La famosa arboleda de Maratón podía hablar de su coraje y el Medo [un guerrero persa] de pelo largo lo sabía bien».
Peter Meineck, profesor de Clásicos del Mundo Moderno en la Universidad de Nueva York, cree que los antiguos griegos utilizaban las obras dramáticas como una forma de catarsis, lo que ayudaba a los veteranos a procesar estas experiencias.
De hecho, existe una larga tradición de ver el poema épico «La Odisea», escrito por Homero, como un libro sobre el estrés del combate.
Las obras de Esquilo son inusuales, porque no solo dramatizaba acontecimientos lejanos o mitológicos. En «Los persas» escribe sobre lo que sucedió después de la batalla de Salamina en el año 480 a. C., en la que luchó. «Muestra realmente empatía por el enemigo», afirma Meineck .
El siglo V antes de Cristo fue una época de conflictos sangrientos en el mundo clásico, con las guerras persas y la guerra del Peloponeso ocurriendo casi consecutivamente.
«Se podría describir el siglo V como una época en la que hubo guerra y, ocasionalmente, estalló la paz», dice Meineck.
Las batallas fueron sangrientas y aterradoras.
«Te van a empalar con una lanza, te van a empujar al suelo con una espada, o vas a estar sirviendo en un barco, que básicamente choca contra otro barco, y esperas sobrevivir. Fueron tiempos terriblemente brutales», dice.
En opinión de Meineck, la tensión de combate que esto provocó queda patente en los registros de la época. Cita el relato de un historiador sobre la expedición a Sicilia, una campaña militar ateniense que comenzó en el 415 a.C.
El ejército tuvo que partir a toda prisa y no pudo llevarse a los heridos, aunque rogaron que no los dejaran atrás. «Esta es una descripción muy traumática y cualquier lectura humana permitirá ver cuán poderosamente afectó a los sobrevivientes», dice.
La Batalla de Maratón incluso dio lugar a una historia curiosa que algunos expertos ven como un relato de un trauma psicológico, aunque esto es controvertido.
Cientos de años después del enfrentamiento, un historiador griego escribió sobre un hombre que había estado luchando en la batalla, cuando de repente vio una figura imponente, parecida a un fantasma, con una barba tan grande que eclipsaba su escudo. Esta aparición pasó rozándolo y en su lugar mató al hombre que estaba a su lado.
A partir de ese día, aunque no sufrió heridas físicas, quedó completamente ciego.
«La sociedad griega [antigua] era una sociedad ritualizada», dice Meineck.
Antes de la batalla de Maratón, los atenienses prometieron sacrificar una cabra a la diosa Artemisa por cada persa que mataran, aunque al final no tuvieron suficientes cabras.
Cuando los veteranos regresaban, podían inscribirse en los Misterios de Eleusis, rituales ultrasecretos que prometían contentar a la gente, aunque lo que implicaban sigue siendo completamente difícil de alcanzar hasta el día de hoy.
Veteranos de Irak y Afganistán
Las obras trágicas fueron una extensión de esta cultura.
En Atenas, las obras sólo se representaban en invierno y primavera, en el ambiente íntimo de un pequeño teatro al aire libre. Fue una experiencia inmersiva bajo el sol, a menudo con una narrativa mitológica que habría afectado profundamente a la gente.
«Esto es difícil de replicar [hoy en día]», dice Meineck.
Sin embargo, eso no ha impedido que Meineck dé lo mejor de sí.
Después de trabajar con veteranos de Irak y Afganistán, Meineck lanzó el «Warrior Chorus Project», una iniciativa que ayuda a las personas a procesar su trauma utilizando la literatura antigua.
Explica que estas obras no podrían ser más adecuadas para quienes regresan de la guerra en los tiempos modernos;
«Fueron [originalmente] escritas por veteranos de combate e interpretadas por veteranos de combate, para una audiencia de veteranos de combate».
Pero ¿qué pasa con el trauma de los civiles?
En el mundo antiguo, como hoy, la guerra a menudo se extendía al mundo del público en general, provocando violaciones, torturas, esclavitud, robos, asesinatos y desplazamientos masivos de personas, con ciudades enteras arrasadas.
«Cuando un ejército ataca una ciudad, si se rinde, los civiles se quedan en gran medida en paz», afirma Strauss.
«Sin embargo, si la ciudad resistió y fue tomada después de un asedio o inmediatamente por asalto, entonces, lamentablemente, todos los que estaban en ella eran presa fácil».
Al igual que con el trauma de combate, los antiguos griegos abordaron el impacto psicológico que éste tenía a través de poemas, obras de teatro y rituales. «En la Ilíada [el poema épico de Homero] escuchamos mucho sobre el sufrimiento de mujeres y niños», dice Strauss.
En opinión de Meineck , tenemos mucho que aprender de la forma en que los antiguos griegos afrontaron el trauma.
«Creo que debemos unirnos colectivamente y experimentarlo juntos», dice.
«Creo que las historias de los demás deben conmovernos. Y creo que debemos abrirnos a la catarsis… si podemos hacer eso, entonces podremos [comenzar a] curarnos a nosotros mismos», concluye.
La psicología de la guerra explora los efectos profundos que los conflictos bélicos tienen en la mente humana, tanto en combatientes como en civiles. Este campo abarca desde el estudio del trauma psicológico, como el trastorno de estrés postraumático, hasta la deshumanización del enemigo y la manipulación ideológica que moviliza a las masas. Además, analiza cómo el miedo, el estrés y la presión pueden influir en la toma de decisiones durante el conflicto. La guerra no solo deja cicatrices físicas, sino también mentales, generando efectos a largo plazo en individuos y sociedades, desde ansiedad y depresión hasta un impacto en la cohesión social y el sentido de identidad.
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A lo largo de la historia, la guerra ha dejado una profunda huella en la psique humana. Desde las batallas sangrientas de la Mesopotamia antigua hasta los conflictos modernos, las sociedades han tenido que lidiar con las consecuencias psicológicas de la violencia. El artículo explora cómo diferentes civilizaciones antiguas, desde la Europa medieval hasta la antigua Roma y Grecia, abordaron el trauma de la guerra a través de rituales, obras dramáticas y justificaciones religiosas. Se destaca la importancia de la empatía y la necesidad de procesar colectivamente el trauma de la guerra, tanto para los soldados como para los civiles.
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Este es un artículo sobre la psicología de la guerra. Se discuten las causas y los efectos de la guerra, y las formas en que las personas pueden tratar de prevenirla. El artículo también incluye un vistazo a cómo se ha representado la guerra en el arte, la literatura y el cine.
La guerra es más que solo una batalla por poder, también es la manifestación de los impulsos y deseos más oscuros del ser humano. Los conflictos mundiales como la guerra de Ucrania, nos hacen abrir los ojos y darnos cuenta de que el hombre, en su plena naturaleza posesiva y destructiva, está y estará condenado a vivir así. El número de personas perdidas, heridas, fallecidas y afectadas en general es enorme y sigue en aumento, pero ¿por qué sucede esto? Es triste saber que la respuesta a esa pregunta radica en la codicia, el miedo y todas aquellas ideologías que son impuestas. Seamos libres y optemos por un mundo mejor. Rechacemos todo tipo de guerras y evitemos el debilitamiento físico y mental.
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El artículo es un poco extenso pero se basa en los conflictos bélicos y las guerras nos dice que son fenómenos complejos que surgen por diversas razones, como disputas territoriales, intereses económicos, diferencias ideológicas o étnicas, y luchas por el poder. Aunque en ocasiones se argumenta que son «necesarias» para alcanzar ciertos objetivos, las guerras casi siempre traen consigo destrucción, sufrimiento y consecuencias impredecibles para todas las partes involucradas.
Desde una perspectiva psicológica, las guerras pueden ser vistas como la manifestación de comportamientos humanos colectivos, donde el miedo, el odio, la propaganda y la deshumanización del enemigo juegan un papel central. Además, factores como el nacionalismo exacerbado o la búsqueda de gloria pueden influir en la decisión de ir a la guerra. En muchos casos, son provocadas por élites políticas o grupos con intereses específicos que utilizan el conflicto para consolidar su poder, expandir su influencia o distraer de problemas internos.
En última instancia, aunque algunos justifican la guerra como un «mal necesario», la historia muestra que las negociaciones y la diplomacia suelen ser estrategias más efectivas y duraderas para resolver los conflictos.
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El artículo examina la psicología de la guerra y sus causas, desde la codicia y la ideología hasta el miedo y el honor, el autor sostiene que la guerra es una manifestación del fracaso humano y que la paz sólo puede lograrse mediante la comprensión. Proporciona una exploración exhaustiva de las causas detrás de los conflictos militares, examinando cómo la codicia, la ideología, el miedo y el honor pueden conducir a la violencia, subraya la paradoja de cómo la guerra, a pesar de su naturaleza destructiva, ha sido un hecho persistente a lo largo de la historia de la humanidad. El autor sostiene que la cultura y la educación son factores clave en la configuración de las actitudes bélicas, la perpetuación de la guerra mediante la promoción de la ideología o el nacionalismo es una afirmación que se ha hecho. El artículo concluye con un llamado a la acción, instándonos a buscar la paz mediante el uso de la comprensión, la sabiduría y la no violencia. El camino se considera difícil, pero exige un esfuerzo colectivo para superar la cultura de guerra y crear un futuro más pacífico.
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Este articulo ofrece una visión fascinante sobre cómo las civilizaciones antiguas enfrentaban las secuelas psicológicas de los conflictos. A través de relatos históricos, se evidencia que el trauma no es un fenómeno moderno, sino que ha acompañado a la humanidad a lo largo de los siglos. Las estrategias que implementaron estas sociedades para sanar y reconstruir son sorprendentes y revelan la resiliencia humana. Además, el texto invita a reflexionar sobre la importancia de abordar el impacto emocional de la guerra en la actualidad. En definitiva, es un recordatorio de que las lecciones del pasado son fundamentales para entender y enfrentar los desafíos del presente.
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¿Acerto o no? La hipótesis de Freud es que la guerra manifiesta pulsiones destructivas presentes en todo hombre, que la cultura y la civilización no pueden borrar, y que él llama «instintos de muerte». Se introducen para explicar ciertos comportamientos irracionales – como la guerra, el masoquismo o la compulsión a la repetición – en los que se sigue haciendo algo, aun sabiendo que es perjudicial, encontrando en esta repetición un extraño interés, un morbo destructivo pero estrechamente entrelazado con la vida: «Parece que el principio del placer está al servicio de los instintos de muerte […]. El principio del placer es una de las razones más fuertes para creer en la existencia de las “pulsiones de muerte”
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En mi humilde opinión, las profecías biblicas se vienen cumpliendo hasta la batalla final.
«Armagedón» deriva de la expresión hebrea Har Megiddon (הר מגדו Har Məgyddō), que significa “montaña de Megiddo”. El «monte» de Megido en el norte de Israel no es en realidad una montaña, sino un tell, un montículo o colina creado por muchas generaciones de personas viviendo y reconstruyendo en el mismo lugar. en la que se construyeron antiguas fortalezas para vigilar la Via Maris, una antigua ruta comercial que unía Egipto con los imperios septentrionales de Siria, Anatolia y Mesopotamia. Megido fue escenario de varias batallas antiguas, entre ellas la batalla de Megido (siglo XV a. C.) y la batalla de Megido (609 a. C.). El cercano y moderno Meguido es un kibutz en la zona del río Kishon. Como si la historia sagrada se estuviera repitiendo hoy en día. Por el ataque a los kibutz por los terroristas musulmanes.
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En opinión de Meineck , tenemos mucho que aprender de la forma en que los antiguos griegos afrontaron el trauma.
«Creo que debemos unirnos colectivamente y experimentarlo juntos», dice.
«Creo que las historias de los demás deben conmovernos. Y creo que debemos abrirnos a la catarsis… si podemos hacer eso, entonces podremos [comenzar a] curarnos a nosotros mismos», concluye.
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El hecho de que la guerra no sea fácil de eliminar queda demostrado por su constante presencia incluso en la pacífica vida cotidiana: nombres de calles y plazas, estaciones de tren y metro, monumentos, ensayos, películas, obras de arte, cómics y videojuegos están dedicados a batallas, héroes y líderes. La estructura actual de la mayoría de los Estados está vinculada a las guerras, al igual que su historia.
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La guerra provoca miedo y al mismo tiempo fascina. Cuando el hombre tiene la paciencia de estudiarla, superando la tentación de mirar hacia otro lado, se ve obligado a mirar dentro de sí mismo, al misterio que lo constituye y que desmiente su dimensión esencialmente racional.
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Pero, a diferencia de lo que creía Hobbes, hay guerras que no se libran por la supervivencia, sino por las ideas, en nombre de la religión, de la raza, de la nación, de la identidad colectiva, de la utopía, de la sociedad perfecta, considerando a todo aquel que exprese un pensamiento diferente un mal que hay que eliminar: «Las guerras ideológicas, ya sean religiosas o políticas, suelen ser las más crueles, porque el reino de los cielos y el cielo en la tierra justifican todo lo que se hace en su nombre […]. Quien sigue una ideología o una fe equivocada merece morir, como si se tratara de una enfermedad que hay que erradicar, o simplemente de un sacrificio necesario para el cumplimiento de un sueño del que se beneficiará toda la raza humana»
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La guerra es uno de los periodos más difíciles por los que un hombre o mujer pueden llegar a pasar. Durante ella todos aquellos que estén implicados acabarán de una forma u otra, saliendo muy posiblemente gravemente perjudicados.
Vencedores y vencidos resultan perjudicados y con sangre en las manos.
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Un conflicto armado o bélico es, en toda su expresión, el reflejo de un fracaso estrepitoso por aquellos que lo causan. La guerra, a veces con un objetivo incierto, usualmente con uno demasiado absurdo para justificar sus costes, tiene un impacto no solo en los planos económico y social. Además de las pérdidas humanas, las personas que consiguen sobrevivir se enfrentan a consecuencias devastadoras.
Excelente artículo, para la reflexión.
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